Laboré varios años en la casa de la señora. Yo era lo que se conoce como una “trabajadora”, pero a sinceridad, a mí me repulsa este término. Me recuerda demasiado a la esclavitud. Limpiaba, cocinaba, fregaba, planchaba y, en la tarde, pues la señora y el señor trabajaban, cuidaba de las pequeñas Belén y Paloma. ¡Oh, eran unas niñas encantadoras! Nunca me dieron problemas y siempre fueron tan bien portaditas. Me gustaba referirme a ellas como las señoritas. Sé que ya no se usa eso mucho por aquí, lo de llamar señorita a la hija de tu jefe, pero siempre tuve “algo” por las costumbres pasadas. ¡La gente es tan poco formal ahora! La señorita Belén tenía tres añitos y la señorita Paloma, cuatro. Ambas eran versiones en miniaturas de su padre. Las niñas casi no sacaron nada de la madre, pero este único rasgo era suficiente para atestiguar el parentesco que las unía .Las tres tenían los ojos idénticos. Ojos grandes, bordeados de oscuras y gruesas pestañas y enmarcados por cejas tupidas, con sus iris del mismo color de los antiguos muebles de caoba que adornaban el comedor. Solían decir que todos los Roures tenían los mismos ojos. El abuelo de la señora, un catalán, había venido a vivir aquí hacía muchísimos años y había traído con él no sólo un vivo ingenio para los negocios, sino también el gen que contenía esos misteriosos ojos. La foto de este patriarca, el abuelo Roures, colgaba en la sala. Tenía una mirada seria, intensa, que me hacía sentir un poco incómoda cada vez que me tocaba estar sola ahí limpiando.
Lo mismo que me hacía sentir escalofríos en la foto del abuelo, me atrajo en Joaquín. Aunque ambos tenían los mismos ojos, los del abuelo siempre tenían una mirada severa, mientras los de Joaquín tenían una expresión seductora. Joaquín era el hermano de la señora. Siempre fue amable conmigo, y luego de que se separó de su esposa, frecuentaba mucho la casa. El señor Joaquín adoraba a las señoritas, y las señoritas lo adoraban a él. Le gustaban los niños y, como no tenía hijos, sentía un afecto especial por ellas. Siempre les tenía un detalle y era muy frecuente que las pasase a buscar para pasear. Fue ahí que empezamos a conocernos mejor. Pasaba en la tarde a ver a sus “niñas” (como él las llamaba) y se quedaba un rato a charlar conmigo. Él era un hombre bien parecido y yo, una mujer joven. Lo uno llevó a lo otro y…me envolví en un relación con él. Recapacitando, ahora con la cabeza fría, fue una estupidez de mi parte, pero ¡qué se le va a hacer! No tenía la experiencia que ahora tengo
La señora nunca consintió nuestra relación. Lo mantuvimos secreto por un tiempo, pero eventualmente se descubrió todo. Dijo que era una desgracia lo que hacíamos y que no lo apoyaría. Me dio dos semanas para buscar otro trabajo. He mencionado que Joaquín había estado casado, pero no me he detenido a explicar bien la situación entre él y su esposa. He dicho que ellos estaban separados, no divorciados. La esposa se había ido a vivir con sus padres, pues habían decidido “darse un tiempo”. Tienen que entenderme, él prometió divorciarse y casarse conmigo. Nunca cumplió su promesa y me dejó al poco tiempo para volver con su esposa. La muy hipócrita de la señora celebró esto, como si su hermano fuera demasiado bueno para estar conmigo. Me trataron como basura. Yo era la culpable y él, pobre angelito, se había dejado seducir por mí, como buen hombre al fin, poseedor, como todos los de su género, de una naturaleza carnal que no se puede refrenar. Joaquín me dejó justo antes de ser despedida. El muy desgraciado ni siquiera esperó a que yo me fuera para visitar la casa de su hermana con su esposa. Todo eran charlas de cómo habían resuelto sus problemas y de cómo se amaban. Sonrisas y felicitaciones. Podía ver un deje de burla en sus ojos. En los ojos de todos.
Pronto empecé a planear mi venganza. Tenía que darles por donde más les doliera. Me tomó poco tiempo decidir qué hacer. Fue bastante fácil. Lo difícil fue esperar a que acabara el plazo que me dio la señora. Conté los días con ansias. Trece, doce, once, sólo diez días hasta mi venganza. Nueve días, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres,dos,uno… Al fin llegó el esperado momento. Todo ocurrió normalmente. Las señoritas llegaron del colegio a las doce y sus padres y ellas comieron juntos. Luego, salieron cada una a sus respectivos trabajos y yo me quedé con ellas, como era común.
No siento ni el más mínimo remordimiento por lo que hice. Es decir, tal vez me da un poquito de pena tener que haberlas envuelto en esto, pero alguien tenía que pagar por los platos rotos. Tenía que golpearlos a ambos en dónde más les doliera, tenía que hacerlos sufrir como me habían hecho sufrir a mí, tenía que…pero me estoy desviando del tema. He dicho que todos los Roures tienen los mismos ojos. Las señoritas podrán haber sido Gutiérrez Roures, pero tenían esos condenados ojos exclusivos de su familia materna, marrones, grandes, acusadores. Por eso sentí tanto placer cuando las asfixiaba. Lo hice con mis propias manos y pude ver el miedo, la confusión en sus ojos. Primero una y luego la otra. Una emoción diabólica me poseyó y, mientras lo hacía, me imaginaba que eran los ojos del señor Joaquín y de la señora los que me miraban. Total, todos tenían los ojos iguales.
Lo que me causó
más placer fue saber que esta venganza era la más dolorosa. Si los hubiese asesinado
a ambos, su sufrimiento hubiese durado lo que yo hubiese tardado en matarlos.
¿Cuánto? ¿Dos, tres, cinco minutos como máximo? Pero ahora tendrían una vida de
lamentos al saber que ellos eran los causantes de todo esto. Que ellos habían
sido tan culpables como yo. Terminé mi trabajo. Decidí dejar los cuerpos de las
señoritas en dónde estaban. Ordené el cuarto de las niñas. No había mucho que
arreglar, en realidad. Las señoritas eran unas niñas adorables que apenas
hacían regueros. Ahora que lo pienso, que unas criaturitas tan pequeñas fueran
tan ordenadas es algo loable. Cerré los ojos de los cadáveres. Quería
olvidarlos, ellos eran los responsables de mis desgracias. Salí de la
habitación de las niñas, dónde había ocurrido todo, y terminé de hacer mis quehaceres.
Fregué, planché, hasta dejé algo preparado para la cena. Para marcharme de la
casa, me era obligatorio pasar por la sala. Ahí estaba el cuadro del abuelo
Roures mirándome, pero sus ojos, en vez de severos, estaban desorbitados, y
toda su cara estaba contraída horriblemente. En su cuello había unas
laceraciones amoratadas. No pude salir de la casa, pues el cuadro parecía hipnotizarme.
Me quede ahí hasta que la señora llegó.
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Pos si. Otra tarea para literatura. Estábamos estudiando el costumbrismo, y uno de los autores de este movimiento fue Poe. Lo interesante (y escalofriante al mismo tiempo) de este relato es que algo similar ocurrió cerca de dónde vivo antes de yo nacer.
Una vez escribi la historia de lo que ocurrio cerca de nuestra hace tantos años! Fue para una clase de literatura en la Uni!
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